Paridad: ¿igualdad de resultados o de oportunidades?

Las pasadas elecciones de Consejeros Constitucionales han motivado múltiples análisis, pero hay un concepto que me parece especialmente relevante, pues su justificación tiene implicancias culturales que afectan el desarrollo de la actividad económica y el progreso de las sociedades. Me refiero a la corrección por paridad de género.

Nuestro sistema político, al establecer la corrección por paridad, puso en práctica el principio de “igualdad de resultados”. Éste consiste en que, independiente del desempeño individual, el resultado final debe modificarse para cumplir con determinados parámetros establecidos con anterioridad. Otra alternativa que permite equiparar condiciones entre dos grupos en forma previa a la medición de fuerzas, es lo que se conoce como “igualdad de oportunidades”, donde se garantiza al desafiante la posibilidad de pararse frente al incumbente en una cancha pareja. Mientras este último principio incentiva el esfuerzo y premia el buen desempeño, la “igualdad de resultados” consiste en alterar los puntajes luego del pitazo final, neutralizando el efecto de los incentivos.

Pero, ¿qué tan importantes son los incentivos y qué tan dañino es afectarlos? Y, ¿qué relación existe entre éstos y el mundo de la empresa? La economía de libre mercado en que miles de millones de personas operan diariamente, se basa en un sistema de precios. Éste combina 3 funciones: transmite información, provee incentivos a las personas para que actúen en función de la información recibida y distribuye el producto de la actividad económica a aquél que la demanda. Milton y Rose Friedman, en su libro “Libertad de elegir: Una declaración personal”, plantean que cuando un tercero –distinto de las partes involucradas en una transacción– altera los resultados en aras de lo que discrecionalmente se ha definido como “más justo”, los incentivos simplemente dejan de operar y el sistema de precios ve materialmente dañada su eficacia. El economista John Cochrane, en un podcast grabado por Stanford Graduate School of Business, explica que la economía de libre mercado requiere de dos ingredientes clave: competencia e incentivos. Solo en presencia de ambos, los actores desafiantes tendrán un motivo para esforzarse y entregar un mejor bien o servicio. El acceso a competir les permitirá entrar a la cancha y el premio los motivará para jugar el mejor partido posible.

Existen diversas aproximaciones al efecto que tienen los incentivos en las decisiones y comportamientos de las personas en cuanto actores económicos. A nivel salarial, por ejemplo, Edward Lazear publicó un artículo en la American Economic Association donde analiza el favorable impacto que tienen los esquemas de remuneración variable en la productividad de un grupo de trabajadores de una fábrica de vidrios para automóviles. Otra mirada, relacionada a temas impositivos, tiene que ver con el efecto que las mayores cargas tributarias tendrían en la decisión de las personas de abandonar algunos estados, como California o Nueva York, y migrar hacia otros con menores impuestos como Texas o Florida (las estadísticas de migración en EEUU para 2022 son elocuentes en este sentido).

El impulso de la actividad económica descansa sobre la identificación de los incentivos correctos y su uso para generar cambios en la dirección deseada. La tentación de impulsar una igualdad de resultados en nombre de la justicia es grande, pero la distorsión de incentivos y el daño a la competencia paradójicamente pueden provocar más injusticias que beneficios.

Los incentivos están tan incorporados en nuestra cotidianeidad que a veces no los percibimos, pero los enfrentamos diariamente y la fuerza con que actúan es sorprendente. El anhelado progreso se alcanza colocándolos en el sentido correcto y velando porque todos los actores tengan las mismas oportunidades para cumplir con el objetivo.

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